La pálida figura de un lobo surge de entre unos arbustos de gaulteria; se abre camino, descendiendo hacia la playa que está frente a nosotros. Husmea con el hocico entre las zosteras. Planta una pata sobre algo, lo desgarra con los dientes, tal vez un salmón muerto. Luego otro lobo se materializa junto al primero. Ambos juntan sus hocicos; se vuelven hacia la barra de grava y comienzan a cruzar pesadamente las pozas de marea en dirección a nosotros.
En nuestra imaginación colectiva, los lobos trotan por la tundra cazando caribús, alces, cabras montesas, o acosan a las ovejas descarriadas. Pero no aquí. En la costa exterior de la Columbia Británica, generaciones enteras de lobos jamás han visto una cabra de montaña, un ciervo o un alce.
Durante décadas, por toda la región occidental, los encabezados han aullado acerca de los lobos: su regreso, sus reveses, el debate en torno a si debe establecerse una ordenación para estos animales y cómo efectuarla. Se han realizado perfiles sobre ellos. Han sido estudiados, vilipendiados y ensalzados. Uno pensaría que a estas alturas ya conoceríamos todo lo necesario acerca de ellos. Sin embargo, además del Homo sapiens, existen pocos mamíferos más adaptables o con hábitats más variados que el Canis lupus. Y estos lobos de la costa de la Columbia Británica son excepcionales.