Ver una bandera de flamencos rosas volando es un espectáculo memorable. La gran envergadura de sus alas de punta negra y sus patas larguísimas los hacen francamente irreales ante el horizonte. Estamos en la Reserva de la Biosfera Ría Celestún, a poco menos de 100 kilómetros de la ciudad de Mérida.
Se sabe que estas aves construyen montículos de lodo para poner su único huevo al año y son, como los pingüinos, monógamos.
Las leyendas mayas los tenían por criaturas que alimentaban con su sangre a sus polluelos, aunque luego se descubrió que se trata de un líquido (que en el caso de los flamencos es de un rosa intenso, igual que sus plumas) que sale por sus picos, una especie de “leche” llena de grasa y nutrientes que pocas aves son capaces de producir; entre ellas, curiosamente, las palomas comunes y, otra vez, los pingüinos.
Muchas otras aves como los espectaculares pelícanos, gaviotas o garzas vienen aquí a descansar, pero sobre todo a comer, pues por sus características únicas, se trata de un sitio de notable riqueza alimentaria: aquí hay comida para todos en cualquier época del año y las aguas bajas permiten la pesca de la artemia salina, un pequeñísimo crustáceo.
Es natural que los visitantes tomen muchísimas fotografías y vuelvan eufóricos del viaje (que algunos miembros de la cooperativa también ofrecen hacer por tierra), pero no se recomienda hacer demasiado ruido y definitivamente es indispensable cerciorarse de no tratar de alimentar a los animales o dejar basura.
La ría de Celestún es un ecosistema aún abundante –el número de especies de aves equivale a una cuarta parte del total que existe en el país– donde es a veces fácil olvidar que forma parte de una ecología global precaria.