Ajenos al pavor instaurado por la pandemia de COVID-19, a la negación del viaje, del abrazo, de las grandes congregaciones, un millón y medio de ñus atraviesan, como cada temporada, el río Mara, en el suroeste de Kenia, en busca de mejores pastos. Un espectáculo único en el planeta en un año mermado de turistas.
Jadeantes, miles de estos animales contemplan nerviosos la generosa corriente de agua dulce que surca las doradas planicies de la Reserva Nacional del Masái Mara, y bastará con que tan sólo uno de ellos salte al vacío —arranque de cuajo el miedo, se deje vencer por el instinto milenario de hallar alimento— para que el resto le siga en un baile frenético de saltos y humaredas de polvo.
"Del sur de Serengeti, en Tanzania, rumbo al norte hacia, al Masái Mara, los ñus llegan en busca de mejores pastos, dejando atrás un terreno seco en el que cuentan con escasas fuentes de agua", explica Sammy Ndambuki, guía turístico desde hace quince años, y quien confiesa no haber visto nunca una Gran Migración "tan vacía" como la de este 2020.
"¡Otros años había más coches que animales!", expresa de forma hiperbólica este padre de dos hijos, "sin embargo, este año tenemos miles y miles de ñus y muy pocas personas", reconoce con cierto pesar quien, por primera vez, vive del viajero doméstico desde que el pasado 12 de marzo irrumpiera el coronavirus en Kenia.
Desde entonces, este país africano oriental ya ha perdido —según estimaciones del Gobierno— 752 millones de dólares (unos 667 millones de euros), de cuya pujanza dependía, a su vez, el bienestar de más de dos millones de kenianos, miles de ellos de la etnia masái.
Kenianizar el Mara
El Masái Mara pospandemia es más silencioso. El rugido tenue de medio centenar de Land Rovers descapotables se apacigua en la inmensidad de sus 1 510 kilómetros cuadrados, mientras aguardan a ambas orillas del río Mara la inminente estampida acuática de miles de ñus. Entonces el baile comienza.
Estos mamíferos barbudos se zambullen estrepitosamente en el agua; la minoría se resbala, pierde el contacto con sus crías, muge dolorida o perece entre las fauces de algún cocodrilo del Nilo; la ruidosa mayoría avanza —en una coreografía innata marcada por la genética—, movida por el ansia animal de alcanzar tierra firme.